Ir al contenido principal

Sudor


I

Muy confidencialmente contado y reduciendo muchísimo el asunto, podría decirse que soy uno de esos tipos que odian el sudor. No de una manera ligera y de chanza, como quien se pone un poco colérico si una mosca se le pone en el brazo o si el autobús pasa justo cuando llega a la parada. Mi relación con el sudor siempre tuvo un grado de dramatismo absoluto. Por preservarme, suelo rebajar al mínimo mis actividades físicas en época de verano. Son los días en los que no salgo de casa. Mi split y yo nos entendemos mejor que muchas parejas longevas, de las que saben lo que piensan con solo mirarse. Debo decir que no he tenido un solo split. De hecho tengo uno por habitación, incluyendo pasillos, cocina y cuartos de baño, y que estoy al tanto de las novedades del mercado por si alguno gestiona el frío de una manera más eficiente. Cuando me agobio en demasía, cosa que sucede con alguna insólita frecuencia, me hago unos largos en la piscina de la casa. Me desplazo por la sombra y camino muy despacio. No es este desafecto mío por el sudor, que otro consideraría un peaje más del ejercicio físico o del inconsciente verano, mi única rareza. Tengo otras. Las voy intercambiando para que ninguna me afecta más de lo necesario. Sé, no obstante, que es mi aversión al sudor la que en mayor medida malogra mi existencia. Porque debo decir que, pese a que dispongo de una cuantiosa disponibilidad económica y de que no tengo familia a la que preocupe con mis excentricidades, Procuro, en lo que puedo, declinar toda invitación que me obligue a exponerme al sol. El verano es un mal invento de algún dios caprichoso y rudimentario o yo soy una criatura débil, privada de la voluntad de sacrificio que se aprecian en otras, a las que miro con arrobo.

No alcanzo a recordar cómo empezó todo. Hay una parte de mi memoria sobre la que no poseo habilidad alguna. A veces pienso que nací ayer o la semana pasada. No he dejado de hacer las mismas cosas, no he confiado en las novedades, no he malgastado el tiempo en probar lo que conozco. Básicamente controlo el sudor que transpiro. Casi nada de lo que sucede alrededor de ese hecho capital me afecta apreciablemente. Ni siquiera la comida o el cuidado del ocio. Me satisfacen muy pocas cosas y no soy exigente en ellas cuando las tengo a mano. Padezco un mal frecuente que consiste en no irritarme en exceso por nada, excepción hecha del doloroso sudor, claro está. Este irse dejando, sin aspiraciones elevadas, contemplando la vida como quien asiste a una representación teatral o cinematográfica, cómodamente instalado en una butaca, me permite sobrellevar mejor el problema que sufro y estar alerta y concentrado para cuando se presenta. Todo el peso que he perdido no deja de ser una estrategia combativa. Las comidas copiosas, las carnes rojas o el pescado, las dulces o el mismo alcohol, me hicieron siempre sudar abundantemente. Ese malestar se subsanó cuando limité mi dieta a unas ensaladas y a una muy severa ingesta de agua. Reconozco que al principio, cuando me obligué a dejar de comer alimentos pesados, que indujeran una sudoración inmediata, padecí al punto de maldecir mi enfermedad y hasta deseé morir y abandonar ya definitivamente toda esta ceremonia absurda, un poco viciosa y terrible. Pero encontré un placer inexplicable en moldear mi cuerpo. En unos meses había eliminado toda la grasa, la que provoca el grueso del sudor. Mi cuerpo, flaco de pronto, pedía a gritos un médico que lo aliviara. Porque yo mismo, contemplándome al espejo, percibía toda la lástima que inspiraba. Llegado a un punto idóneo, que oscila entre los cuarenta y cinco y los cincuenta kilos, suelo permitirme algún capricho en el menú. Le pido a Juana, que es quien se preocupa de adecentar el piso y de salir y comprar la verdura que necesito o algún extra imprevisto, como un libro o un portátil nuevo. A Juana le debo la supervivencia. Yo contribuyo con generosidad a que viva bien y se costee también algunos caprichos. Solo le pido que sea discreta y no airee mis manías. Por otra parte, tampoco la veo mucho. Mientras que se ocupa de una parte de la casa, yo estoy haranganeando en la otra. Nos cruzamos en algún momento de la mañana y le doy dos o tres instrucciones nuevas. En todo caso, me molesta que esté al tanto de mis cosas. Me corroe la incertidumbre de que todo lo mío esté ridículamente publicado por el barrio. Ah ese señor flaco que se asoma al balcón. Debe ser un raro de cojones. Pero no puedo desprenderme de ella. No sabría cómo conciliar mi pacífica vida, relajada y atenta, con las servidumbres de la limpieza. Ni se me ocurre pisar la calle en verano o en primavera. Otra cosa es el otoño o el invierno. Ahí es cuando me dejo ver. Hago con cierto placer algunas de las obligaciones que detesto en verano, pero evito el trato con los demás. Lo que temo es que el despacho de las rutinas del frío, tan agradables, agraven mi odio al verano, me indispongan de una manera irreversible contra él y tenga que tomar medidas que no deseo.


Estoy perdiendo el sentido del humor. No casa bien toda esta incomodidad mía con la alegría ni con cualquiera de sus sonrientes extensiones. No sé cuándo fue la última vez que entablé una conversación agradable con alguien. De mis amigos, de los que tuve, guardo recuerdos muy imprecisos. De uno aprecié cómo respetaba todo lo concerniente a mi excentricidad. Comprendía que en verano no aceptase visitas ni saliese a las terrazas de los bares. De otro valoraba que me tuviese al tanto de gente como yo. Somos muchos los bichos raros, le decía. Mi rango en esa escala quizá no fuese radical, pero me estaba destrozando la vida. Aclaro: me la destrozaba entonces. Ahora no hay roto. Subsisto en mi búnker refrigerado. Malvivo, a los ojos ajenos, pero he aprendido a disfrutar con pequeñas cosas. Nadie que no sienta lo que yo podría entenderme. En el fondo, ¿quién entiende a alguien? Anoche, en la radio, en uno de esos programas en los que la gente cuenta lo que le parece, venga o no a cuento, me fascinó la historia de una señora que no soportaba que la mirasen. Lo mío, en comparación, es más llevadero. Todavía no he llegado a esa animadvesión hacia el género humano, aunque no dudo que a este paso la alcance. Otro oyente refirió cómo evitaba, en lo posible, escuchar las noticias. Todo lo que escuchaba lo postraba en una tristeza enorme, inconsolable. El mundo está mal y yo no puedo hacer nada, decía. Yo poseo otra versión de esta frase: Yo estoy mal y el mundo no puede hacer nada. Tuve la tentación de descolgar el teléfono y llamar, pero no lo hice. Creo que no obtendré alivio al compartir todo esto. Ni siquiera esto de escribirlo me proporciona la armonía que anhelo. 


Pronto llegará el otoño. Me acabo de asomar a la ventana y he visto un cielo gris, un cielo gris y maravilloso. Una brisa levísima me ha invitado a subir a la azotea, como a veces hago, y cenar a la luz de la luna. Temo que brote un acceso de calor y sude. Solo de pensar que vuelva a sudar me da dolor de cabeza. Hace años que no experimento esa sensación. Estoy librando con eficacia mi batalla contra el sudor. Es un enemigo estúpido. No está al tanto de su inmenso poder y carece del sentido del honor. Yo me adiestro con esmero para vencerlo. Esa lucha se ha convertido en el único objeto de mi extraordinaria existencia. Todos estos años de penurias me han curtido bien, me han despojado de la humanidad que tenía, me han convertido en un completo animal. De hecho me comporto como uno. Solo me dedico a sobrevivir. No tengo afición por nada y no poseo (como antes) cualidades humanas. Yo soy el centro del universo. Ni Dios tengo. No hay credo que me conforte. Mis ensoñaciones son la última parte de lo que fui una vez. Ahí paseo las calles, me siento en las terrazas de los bares, compro la prensa en los kioskos de los parques e incluso me sacudo un almuerzo más que copioso en un restaurante al que solía ir y que ya ni siquiera sé si existe. En mi sueños, aunque no de una manera obsesiva, fornico con asombrosa dulzura. Todas las mujeres me expresan lo complacidas que quedan. Como nunca lo hecho en la vida real, me encanta esa satisfacción representada en mis sueños. Ya digo que en los sueños no se suda. No en los míos, al menos. Quizá sea ésa la razón por la que duermo tanto. Juana me lo recrimina: Duerme usted más de lo que necesita, vaya al médico, cuánto hace que no va al médico, pero a Juana le hago el caso justo. Viene a ser una especie de madre a la que no se obedece. Como no recuerdo a mi madre, ella ocupa ese lugar en mi cabeza. Ni se me ocurre manifestar que le profeso cierta estima, por supuesto.  

Pronto llegará el sueño. A veces molesta despertar. Está uno en volandas, izado, desnudo y libre. De mi vientre surje un cordón umbilical finísimo e inacabable. Sé que parte de mí, pero ignoro en qué lugar muere. O soy yo la parte moribunda y la vida está ahí, a lo lejos, al final del hilo. Me asombra la facilidad con la que uno puede despedirse de todo. Nadie que haya estado en esa zona oscura ha sentenciado lo formidable o lo terrible que es. Insisto en que no tengo inclinaciones religiosas. He sido infeliz sin Dios, pero lo habría sido igualmente con Él a mi vera, conduciendo mi desvarío, tutelando mi progresivo ingreso en su reino. A él me dirijo. No sé si he tomado las suficientes pastillas. Espero que Juana no me encuentre antes de que todo acabe y me saque de casa. Ningún lavado de estómago me privará del placer de vivir eternamente a salvo del calor. La fría muerte me espera. Habrá un ligero temblor y después el sueño se alojará en otro sueño, más profundo y perdurable. 


Dejo esta declaración para que no se culpe a nadie. La he escrito a conciencia. Al final no he podido explicarme todo lo bien que hubiese querido. Ya he dicho que nunca fui un buen lector. Ninguna disciplina artística me sedujo. Solo anduve preocupado de exponerme lo menos posible, y ya en el último tramo de mi vida solo quise evitar absolutamente cualquier tipo de exposición. Que suden otros. Seguro que habrá quien disfrute de esa sensación, quien la sienta a diario, pero no la sufra en modo alguno. No fue mi caso. Ya no importa.



II
Juana terminó primero la cocina. Luego preparó un cubo vacío en el que alojó la lejía y un fantástico producto de limpieza que había visto en televisión. Le encantaba probar cosas nuevas. No se puede estar toda la vida usando la misma marca. Que fuese caro o no, le importaba poco. O nada. Lo pagaba el señorito. El raro. Veinte años sirviendo en su casa, y ni un gesto de agrado. Como si fuesen veinte más. Nadie pagaba como él. De aquella mañana, parecido en todo a todas las demás, le agradó la levísima brisa con la que paseó las calles de camino al trabajo. El verano, al acabar, invitaba a empezar de nuevo. Le agradaba cambiar el vestuario, pasear a media tarde y, sobre todo, dejar de escucharlo. Un tipo raro. De los más raros. Claro, que pagando... De esa mañana, en el piso, le desagradó el silencio. Por pequeño que fuese, siempre había un indicio de vida. Un ruido de una puerta al cerrarse. La cisterna del cuarto de baño. Una tos. Tanto aire acondicionado no debía ser bueno. La manía ésa se la curaba yo de momento, pensaba. Los ricos lo son también en vicios que los pobres ni imaginamos, concluyó, mientras organizaba en su cabeza la rutina de la mañana. Lo que no le cuadraba del todo era que no le escuchaba. Desde el fondo, sin que se molestase en acercarse, se le decía qué debía hacer. Hoy empieza por el jardín. No te entretengas mucho con el salón. Cosas de ese tipo. Cuando Juana entró en la salita, vio el cuerpo en el suelo. El cuerpo y un par de folios manuscritos al lado. Lo primero que hizo fue sacar el móvil y marcar el número de emergencias. Luego buscó el mando del aire acondicionado y accionó el stop. El ruido del ventilador cesó. Alguna vez creyó que se volvería loca. Eso de que son silenciosos es una mentira como tantas de las que suelta la televisión. Todos los aparatos acaban haciendo ruido. Incluso los caros. Los servicios sanitarios tardaron poco más de diez minutos. En ese tiempo, le dio tiempo de terminar de recoger el lavavajillas y de abrir las ventanas de todo la casa. Odiaba el frío de esa casa. Lo odiaba de un modo inargumentable. Y hoy podía abrirlas. De par en par. Los médicos estaban agachados sobre el cuerpo. Qué mala cara tenía, pensó. Fue el sudor cayéndole por la frente lo que le despertó. Dio tres arcadas muy fuertes y tosió como si nunca lo hubiese hecho. Y miró el split, en la pared, bien arriba.

Comentarios

  1. El sudor, los sudores, la sudorina...Cualquier secreción odorífera deconstruye lo sublime, nos reduce a un charco de degradada humanidad. Una sudoración inoportuna -¡y no siempre por culpa del calor!- puede arruinar el más prometedor y glamouroso idilio. Split, mucho split, mon ami: Antes congelados que derretidos. La suspensión criónica nos garantiza la eternidad. Walt Disney lo sabía.

    http://www.youtube.com/watch?v=jOrhjgt-_Qc&list=FLsUGJFEi7ThihLD0bbfG-ow

    ResponderEliminar
  2. Leído a estas horas (07,05 h.), más bien frescas, el contraste acentúa ese agobio cortazariano. Un personaje bien trazado, coherente y compacto: mi antagonista (no soporto el aire acondicionado).

    Feliz (y fresca) rentrèe, Emilio.

    AG

    ResponderEliminar
  3. Sudorofobia.
    Si no existe, debería.

    Desde el fresquito invierno argentino, he leído el texto saboreando las líneas, comas y puntos ... pero nada de empatía con el protagonista!

    ResponderEliminar
  4. Fco. Andújar08 septiembre, 2013

    Sudores me han entrado, y miedo también. Y risa, al final. Un cuento estupendo para abrir la Barra, señoras y señores invitados.

    ResponderEliminar
  5. Por un momento me acordé de El extranjero, de Camus, y la insana manía de su protagonista de excusarse en el calor como causa a sus tendencias asesinas. Los que vivimos en tierras que parecen vitrocerámicas en activo empatizamos con estos (aparentes) excesos de guión.

    Un Ricardo III sureño hubiera gritado: ¡Mi reino por un split!

    ResponderEliminar
  6. me ha encantado tu maravilloso blog

    ResponderEliminar
  7. te encontre de casualidad y me gusta como haces bailar las teclas con tus palabras
    intenso
    te espero

    ResponderEliminar
  8. Un final inesperado, el calor lo devolvió a la vida.
    Un saludo

    ResponderEliminar
  9. Ya ves, de tus cuentos formidables vengo. Un maníaco que reconoce sus fobias y que se diría que vive a gusto con ellas, en cierto grado. Sorpresivamente, el relato da un giro y nuestro maníaco se pretende suicidar sin éxito. Me gusta el hecho de que un personaje hable del otro y viceversa, bien separadas las psiques de cada cual.
    Estupenda historia, me ha encantado conocer a este tipo tan particular, y a quien lo sufre.
    Un saludo, Emilio.
    Setefilla.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario