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Todos mis muertos


Poseo una idea de la muerte que me ha hecho pensar muy poco en ella. Al tiempo le incumbe mi estancia entre los vivos, aprecio esa certidumbre de que la vida es eterna mientras dura, pero me sacuden cada vez con más violencia los muertos cercanos, los que compartieron conmigo una terraza en un bar, los pasillos de una escuela o el verano cuando la vida iba en broma, ya saben, y todavía no había llegado el dolor fino de saber que se acaba. Hay gente de la que no sabemos nada y con la que no entablamos trato alguno que, cuando mueren, nos hacen daño de verdad por ahí adentro. No llora uno que se fueron. Tal cosa no es posible en absoluto. No tenemos recuerdos a los que aferrarnos y no hay ninguna posibilidad de que el afecto se cuele y nos enternezca. Lo que nos duele es descubrir que la muerte ronda cerca. Por eso procuro no estar al tanto de quién la palma en el barrio. Cuando me ofrecen la intimidad de que fulanito fue atropellado por un coche o que lo fulminó un cáncer, suelo mirar hacia otro lado, ofrezco esa parte mía galante y rehuso todo lo bien que pudo el resto de la información. No me cuenten quién era, no me digan dónde vivía. El hecho de vivir solo y de no tener verdaderamente a nadie a quien ame de verdad me hace estar muy blindado contra la muerte. En cuanto llegue la mía, no tendré tiempo de aceptarla o de eludirla. Ojalá me pille desprevenido, suelo decirme. No haré ruido, me iré así como estoy viviendo, bien solo, a salvo de la vida de los otros, que no me interesa lo más mínimo. Los pocos allegados que poseo me conocen bien y no ponen impedimento en que obre al modo en que lo hago. Si me tiro un mes sin poner un pie en la calle, no vienen a casa, disparados, temiendo que mi cadáver esté frente al televisor, desprendiendo ese olor horroroso. He logrado algo que mucha gente anhela y nunca consigue: ser respetado íntegramente. No sé si ese respeto que ahora recalco me produce alguna satisfacción. Probablemente ninguna. Entiendo que mi vida es una especie de muerte privada y que cuando fallezca no tendré quién lea unas palabras que honren mi memoria. De qué iban a hablar. No hay nada que me una a nadie, ninguna historia vivida a medias, ningún indicio de que en alguna ocasión la felicidad de alguien la animara yo o que la mía fuese cuidada por otro. Vivo en un búnker idílico al que dedico todo el tiempo. Riego a diario mis macetas, no me pierdo un buen partido de fútbol en televisión, leo vorazmente literatura y hasta encuentro ocasión para bajar al sótano y hacer unas tablas de gimnasia. Me hago a la idea de que parte de mi rareza no es muy distinta a la que exhiben otros a los que he observado o que se me han mostrado lo suficientemente cerca. La otra parte es la privada y no estoy dispuesto a admitir que mis excentricidades sean únicamente mías. Bajo ninguna circunstancia, y en esto soy capaz de ser muy áspero, soy el bicho raro que algunos creen que soy. Solo hay una cosa, una que no publico, de la que me cuido en tapar, que pueda emparentarme con esa turbamulta de desquiciados que pasean las calles, una que me agrada extraordinariamente y a la que me entrego con fruición en cuanto puedo.

En un hospital de Madrid había una mujer que lleva un mes en coma. La noticia la leí en un diario de esos que se dan en la calle, sin el intermedio de un pago. Lo que me fascinó de esa noticia irrelevante (hay cientos de personas en coma en los hospitales, no tiene sentido apesadumbrarnos por saberlo, no hay nada que uno pueda hacer para remediar su postración y su dolor) es que no tenía a nadie que la visitara. Me atrajo lo parecidos que éramos. En cierto modo, yo era el postrado, yo era el comatoso, el que libraba en silencio (en mi casa, bien abastecido de vicios, pero solo) la batalla infinita contra la muerte. Me incliné a visitarla. Recuerdo que subía en el ascensor con el temor absurdo de que llegara tarde y ya hubiese fallecido. No fue así. Me sentaba a su lado y leía sin prestarle atención. Pasaba tardes fabulosas en la ficción de que aquella señora, no demasiada anciana, honorable en su abandono, despertara y me tuviese allí, celebrando su regreso al mundo de los vivos. Solo una enfermera de las que la atendía se interesó por mí, por el vínculo que me unía a ella. Fuimos amigos hace muchos años, me limité a observar. Fue la primera y la última vez que expliqué mi presencia en la planta, en la habitación. Hasta que murió, no hubo tarde en que no demorara las horas junto a su cama. Era un ritual extraño, perverso incluso. No sabía yo con exactitud quién estaba velando a quién. En el cementerio, movido por un entusiasmo súbitamente literario, hice una necrológica de fuste. Glosé la vida que no conocí, inventé los datos que no disponía, insistí en la bondad de una mujer que bien pudiera haber sido una perfecta hija de la gran puta, pero que allí, en el féretro, inspiraba una ternura inargumentable. Imagino que los muertos, incluso los que en vida nos jodieron la nuestra, promueven esos sentimientos que no se avienen a la razón. La muerte es un dulcificante, en cierto modo. Todo lo dispone para que la calma lo ocupa todo. Leí atravesado por un dolor que no era falso en absoluto. Leí con aplomo la novela de una vida. Los dos enterradores, al término de mi parlamento, se persignaron y procedieron a levantar el ataúd con una máquina que hacía un ruido insoportable. Lo izó y lo depositó a la altura de un nicho altísimo y yo me despedí de mi primer difunto con la idea de que había disfrutado exageradamente. El segundo fue un calco de éste. Un calco un poco más abarrotado. En el cementerio, aparte de la finada, un joven que había muerto en accidente de tráfico y cuya esquela había ocupado un tercio de un plana de un periódico de campanillas, estaba la familia al completo más (supuse) decenas de amigos y allegados. En un momento, antes de que procedieran a depositar el ataúd en su nicho, entre los llantos de los deudos, elevé mi tono de voz y articulé un discurso breve, en el que no aporté ningún dato real, ninguno que pudiera revelar mi condición de impostor. Solo hablé de la vida y de la muerte, de cómo el alma permanece, de la fragilidad de la condición humana y del descanso eterno. Debo dejar claro que adquirí un dominio notable en la escritura de estos obituarios. Resuelto a no ser descubierto, manejaba razones muy convincentes para justificar ese estar allí, doliente, sin entrar en la lágrima, pero consternado, afectado. 

No sé si constar aquí mi falta de escrúpulos, toda esa obscenidad moral de usar la muerte de los demás para amenizar mi vida. Me decía, más tarde, a solas, después del sepelio, que no obraba mal o que, obrando arteramente, tampoco hacía un daño terrible. Seguro que un familiar era complacido al escuchar mis palabras, seguro que alguno habrá deseado intimar conmigo, conversar sin prisa, descubrir algo inédito con lo que entretener los días tristes por venir. No di pie a nada de eso. Me iba con amabilidad, despidiéndome con afecto, abrazando a unos y a otros, consintiendo una cita posterior, que yo sabía imposible. En los años en que ejercí este oficio, no encontré obstáculo, nada me apartó de su desempeño. Ninguno de mis muertos se me apareció en sueños. De ninguno hablé más allá del triste momento en que le dedicaba unas palabras. Como no creo en que después de esta vida haya otra, no he malogrado mi conciencia con la idea de que será en el otro mundo en donde me encuentre con todos ellos y todos se me echen encima y me recriminen mis fechorías. Es mejor ser ateo para llevarlas a término. Habrá buenos cristianos que pequen y posean un estricto sentido del pecado, pero yo no entro en esas digresiones metafísicas. Si se me apura, doy un servicio que no ofrece nadie. Y además no busco que se me remunere. Me siento más que pagado con solo permitirme que intervenga en un acto tan luctuoso. Y no siempre es sencillo. Hay veces en que no hubo ocasión de precipitar mi alocución, de hacerla natural y de hacerla fluida, de que calara en la audiencia (pues era eso justamente) y de que me permitiera extenderme en halagos, redondear con magisterio el inventario previsible de amor puro y limpio. 

Caí en la cuenta de que no hay demasiados cementerios en la ciudad cuando reconocí en varios sepelios dos o tres caras conocidas. Decidí cambiar de campo de maniobras cuando una mujer me abordó en plena calle. Exigía, a su modo era una exigencia, que le relatase cómo de amigos éramos, hasta qué punto me afectó su muerte. No siempre salía bien librado de estos asaltos. En uno, en un arrebato de ira o en un gesto de indiferencia, fingí no conocer a un hombre mayor, muy insistente, que me pedía más de lo que yo honradamente podía darle. Fue probablemente ahí cuando determiné prescindir de los muertos vecinales, por decirlo de una manera poco elegante. Salí de la ciudad las veces suficientes como para sentirme íntimamente incomodado por esta novedad escasamente agradable. Ni mis años, más de los que una aventura de estas características precisan, ni mi voluntad, en declive, afectada por la vencida evidencia de mi baqueteado cuerpo, permitieron que acumulara velatorios. Caí en desgracia, me postré, consentí que me invadiera el tedio, contemplé el lamentable estado al que había conducido mi vida y pensé, quizá por primera vez en mi vida, en cómo moriría. Ya digo que no me preocupaba en demasía dejar este mundo. Lo que me laceraba por dentro era aceptar la idea de que en mi entierro nadie dijese unas palabras, aunque fuesen una mentira montada sobre otra mentira. Uno cree que en el fondo, a pesar de lo solo que se esté, alguien tiene que acompañarte cuando dejas este mundo.

Poco después de que dejara de ir de entierro en entierro, empecé a indisponerme. Dolores que jamás había tenido se presentaron en tromba y con intención de quedarse. Vi con más nitidez que quizá mi tiempo estaba acabando. Lo agravó el hecho de que mi visita al médico trajo la noticia de que un cáncer me estaba quemando por dentro. Negué tratamiento alguno. Si tenía que irme, que fuese cuanto antes. No acepté que aliviaran el dolor con terapias invasivas, durísimas, pero lenitivas. En mi cabeza rondaba una idea que siempre tuve, en cierto modo, una de esas que se van aplazando porque la vida es larga o porque no desea uno pensar demasiado en qué va a pasar cuando uno la abandone definitivamente. Viendo cerca el desenlace, todo mi empeño, y cuando me obstino en algo suelo ser concienzudo y estricto con los modos de alcanzarlo, se aplicó a un propósito: tenía que encontrar a alguien como yo, un desquiciado, un tarado, uno de esos locos que disfrutan con cosas que ni siquiera pasan por la cabeza de los demás. Debía de ser un tipo culto. No podía confiar mi obituario a un mediocre. Alguien que escribiera y que lo hiciera bien. No supe al principio a qué atenerme, qué camino coger y a qué criterio inclinar mi búsqueda. Soy poco amigo de las redes sociales, aunque tengo mi pequeño y abandonado perfil de facebook. Tampoco estoy al tanto de internet, carezco de toda habilidad para buscar en google. Sospecho que no sabría que acabo de encontrar un tesoro hasta que alguien, a mi vera, me susurrara al oído que verdaderamente lo había encontrado.Y lo mejor es que no tendría que contarle nada. Se manejaría cómodamente tirando de oficio. Sé bien de qué hablo. Diría de mí las cosas previstas y tal vez alguna que ni yo mismo esperara. No podré escucharlas. No sabré si estaré solo. Nunca se saben esas cosas. No se pueden saber. Ni siquiera yo las conozco.

Comentarios

  1. Leído y brindado en silencio.

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  2. Leer, más aún si se lee para otros, deviene en excelente terapia. Y por extensión, escribir. ¿No escribimos acaso como eco que prolonge nuestra presencia en el mundo, que la haga visible, real a quién nos lee? ¡Estuve allí, sentí, imaginé, prolongué la sombra fugaz del presente a través de palabras!

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  3. He deambulado por un laberinto de nichos y panteones, percibiendo ese perfume pútrido de los crisantemos.He leído epitafios y elegías, junto a fotografías en sepia, como ectoplasmas, escoltadas por pequeños floreros en los que también yacen las flores muertas. He sentido el escalofrío de la pluma de Edgar Allan rasgándome la piel, mientras me imaginaba sus obituarios. Seres que ya eran fantasmas anónimos incluso antes de morir, profanados por palabras ornamentales, de sublime belleza hueca, sin respaldo sentimental...Y, al final, he terminado evocando esta canción:

    http://www.youtube.com/watch?v=cZlA_8okQLw

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