Ir al contenido principal

Mirando al cielo


La muerte de su marido en plena madrugada debió de suponer para ella una verdadera tragedia humana, pero además la sumió en una perplejidad aun más grave. Me la imagino preguntándose mil veces por qué le pasaba algo así a ella, que siempre había sido una mujer decente, creyente, religiosa practicante, esposa y madre intachable. ¿Qué había hecho para merecer semejante castigo? Además le quedaba un panorama desolador: tenía cuatro hijos, los dos mayores, los varones, pendientes de la carrera universitaria en Granada. Las niñas, si no podían estudiar, siempre tendrían la posibilidad de una buena boda, pero sacar adelante al estudiante de Derecho y al que iba a empezar Medicina... eso iba a ser muy duro. Creía haber superado el nivel como ama de casa. En efecto, era limpia, cocinaba bien, sabía educar a los hijos... pero de todo lo demás se había ocupado siempre su marido y ese universo práctico, en aquel tiempo reservado siempre a los hombres, se le aparecía como algo inabarcable.
La desesperación la tenía atenazada, pero cada mañana, cada mediodía y cada noche tenía a su alrededor cuatro bocas que alimentar, una casa recién construida que limpiar, una criada a la que pagar todos los meses, un negro panorama al pensar en el futuro de los cuatro... ¿Qué iba a hacer? A veces incluso se indignaba y mentalmente le hacía reproches al muerto:  
-¿Cómo has podido hacerme esto? Tú te has muerto, pero me has dejado en una situación que no es para envidiar, que siempre has sido un egoísta... –y en mitad de aquella recriminación rompía a llorar con el mayor desconsuelo y sintiéndose una mala persona.
En pocos días, algunos amigos de la familia y compañeros del difunto fueron sugiriéndole cosas que hacer para ir salvando la situación: las niñas podían irse a Madrid, donde había un colegio de huérfanos de médicos. Allí crecerían y saldrían con el Bachillerato acabado y los precios eran muy asequibles, ya que los pagos del montepío estaban al corriente. La pensión iba a ser escasa, pero ella sabría administrarla y siempre quedaba la posibilidad de explotar la finca de olivar, pastos y ganado que su marido poesía y que había estado en arriendo bastantes años.
Al inicio del siguiente curso, había tenido tiempo de prepararle ropa a sus hijas para el internado, de pedir un crédito para compensar al arrendatario de la finca, de enterarse siquiera mínimamente de lo que llevar aquellas tierras requería, de buscar a un matrimonio joven para que se hicieran cargo de la tierra a cambio de una parte y de unas dependencias en el cortijo, de hacer unas obras de urgencia en el mismo, de pensar en el gigantesco cambio de vida que le esperaba.
De carácter fuerte, no vaciló en su decisión y empezó a comunicársela a su madre, a sus hermanas, a las familias amigas, a los conocidos, a su cuñada... Todos guardaban un silencio angustiado, algunos la miraban con escepticismo, otros intentaron disuadirla de aquel disparate, pero tuvo la fuerza necesaria para llevar a cabo su proyecto y cambió su papel de señora del médico, de familia bien, de cierta molicie de casa pudiente, por la soledad de un cortijo de los años cincuenta, sin luz eléctrica, sin agua corriente, sin la menor comodidad. No debió de resultarle fácil aquel violento cambio: cambiar sus ropas de señora por la ropa basta y resistente que sus nuevas actividades requerían, encontrarse con amigos de una clase que había dejado de ser la suya, dar las explicaciones pertinentes, recoger los gestos de conmiseración... todo eso debió de resultarle vergonzante, pero la necesidad empujaba y energía no le faltaba.
Se instaló en el campo para sacar adelante su casa y su familia. En tiempos de cosecha bajaba al pueblo andando, con su bolsa colgando del brazo y aprovechaba el fin de semana para hablar con proveedores, para pagar alguna factura, dejar algún encargo y, muy especialmente, para darse una ducha en condiciones en su casa. También aprovechaba para confesar y oír misa el domingo. El lunes, muy temprano, pasaba por mi casa para decirnos adiós y darle un beso a mi abuela y a sus hermanas. Al principio, cuando la veíamos irse, aparecía más de una lágrima mal disimulada en el semblante de mi abuela, mi madre o las otras hermanas. Después, el dolor y la soledad de aquella mujer se fueron convirtiendo en una rutina asumida por todos.
Aprendió a hacer los tratos con los ganaderos que asentó en el viejo cortijo de pastos junto a la cumbre de la Sierra, supo el calendario agrícola mejor que nadie, llegó a dominar su rutina diaria y, varios años después, encontró una modesta alegría cuando alguien le regaló una pequeña radio de transistores con la que se enteraba de las noticias y, sobre todo, del parte meteorológico. A la luz de un carburo, cosía vestidos para las tres mujeres de la casa, lavaba, zurcía y planchaba con una de aquellas viejas planchas de cisco, intentaba que los caseros de los dos cortijos jugaran limpio con ella, controlaba los repartos de lo que la tierra producía y se multiplicaba para que su sacrificio tuviera la compensación que esperaba.
A veces, cuando llegaba del campo o cuando se volvía, mi padre la veía doblada.
-¿Ya está la vesícula dando la lata otra vez? Un día te va a dar algo allí arriba y tú verás... Tienes que operarte de una vez.
-Cuando acabe con mis obligaciones hablaremos de eso, cuñado –y con una sonrisa daba el asunto por zanjado.
En alguna ocasión mi padre me llamó a la academia  donde yo cursaba el bachillerato para que me fuera en mitad de las clases a casa. Al llegar me mandaba preparar una bolsa mínima de equipaje y seguir a mi tía desde una distancia que me permitiera verla sin ser visto. Debía alcanzarla cuando ya le resultara difícil rehusar que la acompañara, es decir, cuando los cinco kilómetros que separaban el cortijo del pueblo estuvieran ya casi cubiertos y le resultara más problemático mandar a un crío de diez u once años al pueblo, ya más lejano que el cortijo.
-¿Y tus clases? ¿Qué me va a decir tu padre si luego te suspenden?
-No te preocupes, tía Julia, que me he traído los libros y yo estudio aquí.
En esas ocasiones pasaba la semana con ella, le ayudaba en cuatro cosillas y, sobre todo, vigilaba que no le pasara nada. Por supuesto, no tocaba un libro, situación que no era demasiado conflictiva para mí.
Siempre obsesionada con la lluvia, me hacía recordar los versos de Machado:
Un poco labrador, del cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira,
pensando en su olivar, y al cielo mira
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.
 
        Pasaron muchos años. Yo me convertí en adulto, mis cuatro primos terminaron dignamente sus carreras. Poco a poco, cada cual fue creando su propia familia, siguiendo una inexorable ley natural. Cuando mi última prima contrajo matrimonio consideró que su misión había terminado, así que puso en venta el caserón que había levantado su marido, ambos llenos de ilusión, y se compró un piso en el centro del pueblo. Después reunió a sus hijos, nueras y yernos y puso a su nombre la finca que los había sacado de la miseria.
 
 
Entonces se puso en manos de los médicos, que le extirparon la vesícula, casi treinta años después de lo debido y se sintió feliz. Estuvo muchos años viniendo a casa de mi madre a pasar la tarde tejiendo jerséis y patucos para los nietos, haciendo croché para regalarle a sus hijos mantas, pañitos, colchas de verano.
Cada vez que íbamos con los niños a visitar a mi madre, allí estaba mi tía, en una casi perfecta simbiosis de soledades compartidas. Yo sabía que a media tarde tomaban un té con una gota (en realidad un chorrito) de aguardiente. Cuando íbamos, les ofrecía acompañar el té con unos pasteles de los que ellas preferían.
Con su sentido del humor, mi tía decía siempre:
-Sobrino, ya te iba yo a reprochar tanto silencio –y sonreía abiertamente, con una sonrisa franca y feliz, llena de sabiduría y vitalismo. Mis hijos y mi mujer la querían mucho. La consideraban una prolongación de mi madre, su abuela.
        Cuando ya estaba a punto de morir, nos hizo una confidencia: desde que vendió la finca, no había probado una sola aceituna, ni casera ni envasada.
-Es que he comido tantas casi como única cena...
No nos lo dijo, pero era evidente que no había perdido el interés ya casi viciado de oír en silencio absoluto el parte meteorológico. Saber si se esperaban lluvias para el olivar era algo ya metido en su genética, tal vez a fuerza de depender del clima y no pudo arrancarse jamás la costumbre.
Murió un par de años después de hacerlo mi madre, harta de estar lejos de su pueblo, en un paisaje extremeño ajeno a los olivares de los que empapó sus pupilas durante tanto tiempo. Las últimas veces que hablé por teléfono con ella, siempre me decía:
-Sobrino, yo sé que me voy a morir, pero que conste que va a ser contra mi voluntad...
Genio y figura...
 Alberto Granados

Comentarios

  1. Hermosa historia. Y ese aire valeriano tan sutil: Amor y psicología.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hace dos o tres tardes contesté a tu comentario añadiendo una anécdota que me acababa de contar la hija de la protagonista. Sin embargo, no aparece mi comentario. ¿Lo habéis suprimido alguien del Barra?.

      Eliminar
  2. Voy a seguir hurgando por aquí...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario